Nota: El
siguiente artículo de Carlos Fernando Chamorro fue tomado de www.confidencial.com.ni Es un excelente
análisis de las próximas elecciones Nicas.
Las sombras de la reelección
Carlos F.
Chamorro
A pocos días de las elecciones del próximo domingo nadie
duda en este país que el presidente Daniel Ortega logrará la reelección. Las
diversas encuestas coinciden en proyectar a Ortega con un nivel de intención de
voto que apunta a sobrepasar el 50%, mientras el candidato del segundo lugar,
el empresario radial Fabio Gadea, intenta traspasar el umbral del 30%. Y aunque
todavía persisten dudas sobre el peso del voto oculto y el grado de confianza
que se puede otorgar a las encuestas cuando prevalece un intenso clima de
intimidación estatal y clientelismo político, la principal interrogante hoy no
gira en torno al resultado electoral, sino al grado de legitimidad que lograría
una reelección bajo la sombra de un proceso que ha sido fraudulento desde sus
orígenes.
El déficit de legitimidad
Las elecciones del 6 de noviembre han estado precedidas
de graves irregularidades, empezando por la inscripción de la candidatura de
Ortega que está doblemente prohibida por el artículo 147 de la Constitución. La
norma legal establece que no puede ser candidato presidencial aquel que haya
ejercido el cargo antes en dos ocasiones (Ortega ya fue Presidente en el
período 1984-1990), o que en ese momento esté en ejercicio del cargo. Por lo
tanto, tampoco está permitida la reelección continua a la que aspira el actual
mandatario. Y como Ortega no pudo reunir los votos para reformar la
Constitución en la Asamblea Nacional, recurrió de amparo ante la Sala
Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, integrada exclusivamente por
magistrados de su partido. En un fallo eminentemente político, la Sala, y luego
la Corte en pleno, declaró “inconstitucional” la Constitución, alegando que el
artículo en mención viola los derechos humanos de Ortega al vulnerar el
principio de “igualdad ante la ley”.
Contrario a lo ocurrido en Guatemala, donde el Tribunal
Supremo Electoral, la Corte de Constitucionalidad, y la Corte Suprema de
Justicia, rechazaron por ilegal la pretensión de la primera dama Sandra Torres
de inscribir su candidatura presidencial, en Nicaragua los poderes del estado
están sometidos al control partidario y carecen de la más mínima autonomía. En
consecuencia, se alinearon para ejecutar las órdenes de Ortega, a pesar del
enorme costo político que implicó para la credibilidad del Estado la
inscripción de su candidatura.
La elección será arbitrada por un Consejo Supremo
Electoral (CSE), cuyos magistrados tienen sus términos vencidos. Este organismo
fue denunciado de fraude probado en 40 de los 153 municipios --incluida la
capital Managua-- en las elecciones municipales del 2008, y sus estructuras
están controladas desde la cúpula hasta las mesas de votación por el partido de
gobierno. Adicionalmente, las organizaciones nacionales de observación
electoral -- Ipade, Etica y Transparencia y Hagamos Democracia, cuya
acreditación ha sido negada arbitrariamente por el CSE-- han documentado
ampliamente la interferencia partidaria en el proceso de otorgamiento de la
cédula de identidad necesaria para votar, que ha afectado de decenas de miles
de personas, así como las flagrantes violaciones a la ley electoral que ha cometido
el candidato oficial, al instrumentalizar los recursos y las instituciones
públicas en su campaña partidaria, sin que el Fiscal Electoral se haya
inmutado. El último acto calculado para generar incertidumbre en la oposición
es la amenaza de inhibir después de la elección, a 50 candidatos a diputados de
la Alianza PLI (que ocupa el segundo lugar en las encuestas), cuando ya han
sido inscritos y registrados en la boleta electoral.
Los dilemas de la oposición
La oposición agrupada en la alianza PLI y la fórmula
Gadea-Jarquín alega que participa en el proceso electoral “bajo protesta”, y
que a pesar de estas anomalías no podía ausentarse porque Ortega habría llenado
el vacío con sus aliados --léase el PLC de Arnoldo Alemán-- y en el peor de los
casos, se habría reeditado algo similar a lo ocurrido en Venezuela en 2005,
cuando al retirarse la oposición, Chávez obtuvo el 100% del control del
Congreso.
Pero lo cierto es que la oposición no logró movilizar a
la población a protestar masivamente contra las reiteradas violaciones a la
Constitución de parte de Ortega y no tuvo capacidad para revertir la crisis de
legitimidad del Consejo Supremo Electoral.
Desde finales del 2008, cuando el liderazgo opositor no
pudo defender del voto durante el fraude electoral, perdió la iniciativa
política, y depositó sus expectativas en un parlamento cada vez más controlado
por el oficialismo y en la presión internacional. Pero sin una presión popular
efectiva en las calles que permitiera cambiar las reglas del juego electoral, Ortega
logró sortear la presión externa con la ayuda económica de Chávez, y hasta se
dio el lujo de permitir, a última hora, la presencia de las misiones de
observación electoral de la OEA y la Unión Europea, para “acompañar” y
legitimar el viciado proceso electoral.
Así llegamos a la trampa electoral del seis de noviembre,
en la que la participación opositora termina legitimando la candidatura
inconstitucional de Ortega, sin lograr las garantías mínimas para una elección
transparente, y su única esperanza es invocar una “montaña de votos” para
derrotar un fraude en las urnas.
Desde la acera oficial, la estrategia de Ortega ha sido
imponer la reelección por las vías de hecho, dotándola de una mínima legalidad,
pero sobre todo apostando a legitimar su nuevo mandato con un apoyo
electoral que trascienda su base política tradicional del 35-38% del electorado
para constituirse en un gobierno de mayoría. En efecto, desde abril del 2010,
Ortega ha venido incrementando los niveles de aprobación a su gestión de gobierno
de forma sistemática. La explicación reside, en parte, en la debilidad y
dispersión de la oposición y en su desconexión con la agenda social de las
grandes mayorías pobres del país, pero el mérito principal recae sobre las
políticas de asistencialistas de Ortega apuntaladas en el apoyo económico de la
Venezuela de Chávez.
El modelo orteguista
El modelo de Ortega, autobautizado como “socialista,
cristiano y solidario”, en realidad es un animal diferente al de sus pares del
Alba, combinando tres factores que le otorgan su sello original: es autoritario
en lo político; pro negocios privados, en lo económico; y populista, en lo
social; cobijado bajo una retórica revolucionaria y a la vez religiosa, que
alienta el culto a la personalidad en torno a Ortega y la primera dama Rosario
Murillo.
A diferencia de Chávez y su intervencionismo estatal,
Ortega asegura la continuidad de las políticas económicas neoliberales con el
aval del Fondo Monetario Internacional, y promovió una alianza con el gran
capital, al mejor estilo de Somoza quien le decía a los empresarios: “hagan
plata, que de la política me encargo yo”. Irónicamente, la dictadura de Somoza
fue derrocada en 1979 por un movimiento nacional, liderado por el FSLN, al
entrar en crisis por la represión y la falta de libertades democráticas.
Pero el factor clave que explica el crecimiento de la
base política del orteguismo no es el manejo prudente de la macroeconomía o el
modesto crecimiento económico alcanzado, sino el impacto político de la
multimillonaria cooperación venezolana que ha sido privatizada y por lo tanto
no está sometida a ningún mecanismo de rendición de cuentas estatal. Se trata
de unos 500 millones de dólares anuales (7% del PIB) --casi dos mil millones de
dólares en el período-- que se destinan de forma discrecional a negocios
privados y campañas partidarias, pero también a financiar programas de
asistencia social que se ejecutan bajo un patrón de clientelismo político como
“regalos del Comandante por la gracia de Dios”.
Son estos programas --Plan Techo, Hambre Cero, Usura
Cero, Casas para el Pueblo, subsidio al transporte público-- los que han
impactado políticamente en el electorado no sandinista, aunque no existen
evaluaciones independientes de su verdadera incidencia social y menos aún de su
sostenibilidad económica a mediano plazo. En comparación a los tres gobiernos
que le precedieron, Ortega ha dispuesto del doble de recursos externos, y pese
a la falta de transparencia y los escandalosos casos de corrupción pública que
han sido documentados por la prensa independiente, los ha utilizado con
eficacia política.
En lo político, el de Ortega ha sido un gobierno de corte
autoritario que ha desmantelado lo que quedaba del Estado de Derecho, generando
una concentración de todos los Poderes del Estado, sometidos al modelo del
Estado-partido-familia gobernante. Un modelo que sólo es viable y puede
funcionar sin oposición política y bajo la premisa de que no hay una sociedad
civil beligerante. Por eso cuando se desató la protesta ciudadana en lucha por
los espacios públicos desde 2007 hasta mediados del 2009, Ortega recurrió sin
vacilar a la represión desatada por las fuerzas de choque de su partido,
desnaturalizando la misión constitucional de la Policía Nacional de proteger la
libertad de movilización.
La consecuencia inmediata de este golpe de mano ha sido
un debilitamiento de los derechos ciudadanos a la par del derrumbe de las
instituciones, que a largo plazo resultan imprescindibles para generar
confianza y certidumbre en torno al proceso de desarrollo económico.
Los peligros de la reelección
De manera que de ganar Ortega con un margen holgado,
resulta previsible suponer que promoverá cambios constitucionales para
modificar el sistema político, empezando por establecer la reelección indefinida,
y de paso institucionalizar el proyecto de los Consejos del Poder Ciudadano
(CPC), dirigidos por su esposa Rosario Murillo. En la práctica, los CPC
representan la línea de mando del partido de gobierno de arriba abajo,
atropellando la autonomía municipal, o lo que es igual, la recentralización del
poder del estado en nombre de una proclama demagógica de democracia directa.
Es imposible, por el momento, advertir los alcances del
proyecto autoritario de un tercer gobierno de Ortega sin conocer aún las condiciones
específicas en que llegará al poder el 6 de noviembre, el grado de legitimidad
que lograría su reelección y el peso que ejercerá la nueva oposición, en un
escenario inédito con una considerable disminución de la influencia política de
Arnoldo Alemán. Sin embargo, se pueden identificar al menos dos factores
estructurales que gravitarán de forma decisiva sobre el futuro.
Primero, que la consolidación del régimen requiere el
apoyo económico permanente del gobierno de Chávez. Sin ese apoyo incondicional,
el orteguismo no es sostenible a largo plazo y esa variable está sumergida
ahora en la incertidumbre, no sólo por el estado de salud y la enfermedad de
Chávez, sino por la tendencia al ascenso de la oposición venezolana que por
primera vez concurrirá unida a las elecciones de octubre 2012, con una real
posibilidad real de triunfo.
Segundo, que la cooptación política y económica del
Ejército y la Policía Nacional resulta inevitable, como un elemento
consustancial del modelo político orteguista. Reconocidas nacional e
internacionalmente, por su despartidización, profesionalización, y apego a la
ley, ambas instituciones representan los dos casos más exitosos de la
transición nicaragüense. Con la consolidación de Ortega en el poder, y su
mimetización con los instrumentos del poder coercitivo, se corre el riesgo de
una regresión al pasado, como ya ocurrió con el sistema electoral. El riesgo de
que el Ejército y la Policía dejen de ser instituciones nacionales para
convertirse en instituciones presidenciales al servicio del caudillo y no de la
ley, representa el mayor peligro para el futuro democrático de Nicaragua,
asociado a la reelección ilegal e inconstitucional de Ortega.
En suma, significaría retroceder la rueda de la historia
al punto de partida de la dictadura dinástica de los Somoza, sin la
intervención militar norteamericana. En última instancia, eso es lo que está en
juego antes y después del seis de noviembre.
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