Nota: El siguiente ensayo es del afamado escritor Nicaragüense Sergio
Ramirez, publicado en La Prensa el dia de hoy.
Espejos en añicos
Sergio Ramírez
Dicen
las crónicas orales recogidas por la prensa, que pronto serán historia, o ya lo
son, que el coronel Gaddafi, cercado por soldados rebeldes en una alcantarilla
de las afueras de Sirte, exclamó: “¿Qué pasa? ¿Qué pasa?”. Otras versiones, y
la historia nunca terminará de escoger, dicen que sus palabras también fueron:
“No me maten mis hijos”. Su huida había terminado en aquella alcantarilla, y
poco después sería arrastrado, golpeado, y por fin asesinado sin piedad por sus
captores, para ser llevado luego al frigorífico de un centro comercial de
Misrata, donde la gente hacía largas colas para ver su cadáver, el suyo y el de
uno de sus hijos, Muatassim, todopoderoso también e igualmente temido.
El poder
visto como un destino personal no deja de ser una ilusión de la que no se
despierta sino a la hora de la muerte, o a lo mejor, esa ilusión se va con los
tiranos a la tumba, como si no hubiesen podido traspasar nunca las fronteras de
su mundo de ensueño, para regresar al mundo real. El ensueño del poder total,
que enajena los sentidos, y aleja la percepción de la realidad, creando otra
paralela. El coronel Gadafi, ya sin poder ninguno, rodeado por los últimos de
sus fieles en su escondite, seguía llamando al pueblo a resistir, el mismo
pueblo que alzado en armas había convertido en cenizas todos sus fastos y sus
oropeles. Pero en su mente, él seguía siendo el Mahdi invencible y amado, el
caudillo absoluto de los mil disfraces.
Y
era tal el espejismo alucinante creado por su megalomanía, que se negaba a sí
mismo como todopoderoso, declarándose ajeno a los asuntos terrenales del
gobierno que dejó en manos de sus hijos; en un plano mucho más elevado, casi
etéreo, era el guía espiritual no solo de Libia, sino del mundo, a través de
las enseñanzas de su Libro Verde , del que hizo imprimir millones de
copias en todos los idiomas.
La
ilusión del poder para siempre, que no es sino una forma de locura, desvanece
la idea de la muerte y la sustituye por otra perversa, la idea de la
inmortalidad. La soberbia del poder crea un juego de espejos infinitos donde la
figura del caudillo se refleja hasta la eternidad, y por eso mismo, cuando la
muerte se le presenta al coronel Gadafi en su último y precario refugio de la
alcantarilla, uno de esos espejos se rompe, y él pregunta, asombrado,
incrédulo, a quienes lo buscan para matarlo: “¿Qué pasa? ¿Qué pasa?”.
¿Qué
pasa? Es como si en ese momento despertara, saliendo del más profundo de los
sueños, el sueño del poder omnímodo, que es como un abismo, y viera en todo su
terrible esplendor a la realidad en la imagen de los insurrectos que lo apuntan
con sus fusiles, para entonces exclamar: “¡No me maten! ¡mis hijos!” La
indefensión, la impotencia son ahora los fantasmas que lo rodean, mientras los
fantasmas siempre risueños del poder se desvanecen, y lo que sus oídos escuchan
es el ruido de los espejos de su gloria inmortal, que van saltando, uno tras
otros, en añicos.
Dentro
de ese sueño de poder sin tiempo no se puede entender la realidad de la muerte.
No pudo entenderlo el emperador de Etiopía Haile Selassie, León de Judea,
Potencia de la Trinidad, y Rey de Reyes, cuando la periodista Oriana Fallaci le
preguntó en una célebre entrevista qué pensaba de la muerte. Atónito,
desconcertado, se quedó mudo. Le estaban hablando en un idioma que no era el
suyo, en el que no existía la palabra muerte. Su idioma era el de la
inmortalidad a pesar de que era ya un anciano. Y lo que hizo fue llamar, lleno
de ira, a sus guardianes para que sacaran a la periodista de su palacio. Por
supuesto que si no pensaba en la muerte, tampoco en el fin de su poder, que al
fin llegó también, porque fue derrocado.
Es lo
mismo que pasó al dictador de Rumanía, Nicolás Ceausescu, el Gran Conductor del
Pueblo, y a su esposa Elena, la Madre de la Nación. En la Navidad de 1989,
ambos, pues compartían el poder, convocaron a una manifestación de respaldo,
porque había ya señales de rebeldía, y la plaza frente al Palacio del Pueblo se
llenó con decenas de miles, acarreados como siempre en vehículos del Estado. El
principio del despertar de su sueño de poder omnímodo ocurrió cuando aquella
inmensa masa de gente, fiel siempre a las consignas oficiales, comenzó a
abuchearlos. El más desconcertado fue el Gran Conductor, que debió interrumpir
su discurso, porque los gritos en la plaza ya no dejaban oír sus palabras. La
Madre de la Nación, en cambio, ordenó a los soldados de su guardia pretoriana
que dispararan contra los manifestantes, pero no fue obedecida.
Igual
que Gadafi trataron de huir, pero fueron capturados por el mismo ejército que
antes les rendía pleitesía, y poco después serían llevados al paredón de
fusilamiento. Fue ella la que más tardó en despertar, o no logró nunca
despertar del todo, porque aún antes de que sonaran los balazos que iban a
quitarles la vida quiso dar órdenes a los militares a cargo de la ejecución. La
fidelidad para siempre del ejército, la policía, los partidarios, las masas, es
parte del mismo sueño. Está allí, parece real, pero un día se desvanece. Humo,
nada.
Los
ejemplos abundan, pero no quiero omitir el del general Anastasio Somoza García,
fundador de la dinastía que mandó en Nicaragua por casi medio siglo, en base a
la filosofía personal que el dictador resumía de manera muy simple: “plomo para
los enemigos, plata para los amigos y palo para los indiferentes”. El 21 de
septiembre de 1956, mientras asistía a una fiesta en su honor en la ciudad de
León, el mismo día en que había sido proclamado, otra vez, candidato
presidencial, el joven poeta Rigoberto López Pérez se acercó a la mesa de honor
que presidía al lado de su esposa, Salvadora Debayle, sacó un revólver y le
disparó toda la carga.
Las
palabras de Somoza, al sentirse herido, fruto de su incredulidad y de su
asombro, fueron: “¡Imbécil! ¿Qué has hecho?”. No era posible que fuera cierto.
“¿Qué pasa? ¿Qué pasa?” Todo aquello estaba ocurriendo fuera de su sueño de
poder eterno. Unos balazos, un individuo anónimo salido de la nada, lo estaban
despertando a la fuerza. Aquel revólver era real, pero no podía ser real. A lo
largo de la historia, todos los espejos engañosos del poder saltan siempre en
añicos.
Masatepe,
octubre 2011.
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